
¿Por qué negar la existencia de beneficiarios dentro de una tiranía?
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Por Amancio Edu
La metodología política de los “sepulcros blanqueados” —ese afán por limpiar el rostro de los cómplices del poder— jamás ha producido transiciones limpias ni libertades duraderas. Donde se niega la responsabilidad, jamás habrá justicia. Y donde no hay justicia, la libertad es una ilusión.
La tiranía es uno de los sistemas de dominación más antiguos del mundo. Quien decide formar parte de ella —como ministro, embajador o asesor de palacio— lo hace de forma consciente. Sabe dónde se mete, conoce los márgenes de su libertad, las ventajas que obtendrá, lo que puede y no puede hacer. Y, por supuesto, asume el riesgo de caer en desgracia si desagrada al dictador. En ese caso, sí, puede morir. Pero eso no le convierte automáticamente en víctima.
Queridos guineoecuatorianos: no son esas “víctimas del poder” las que merecen atención en este momento de nuestra historia. Porque no son inocentes. Conocían las reglas del juego. Su victimismo no solo es engañoso, sino también peligroso. Al resaltarlo, desviamos el foco, distorsionamos la memoria colectiva y entorpecemos la lucha por una verdadera libertad.
Defender a los colaboradores como si no supieran lo que hacían es blanquear su complicidad. Es darles legitimidad, otorgarles valor político y enviar un mensaje nefasto: “Podéis seguir participando en el régimen. Si algún día cae, seréis perdonados. Porque, al final, también fuisteis víctimas.”
Nada más lejos de la verdad.
Esa narrativa garantiza una sola cosa: que los cómplices jamás se sentirán responsables de haber participado en la devastación de generaciones enteras. Por eso, la lucha honesta contra la tiranía debe dejarlo claro: todo colaborador es también verdugo. Y mientras no rompa con el régimen, seguirá siendo parte del problema.
Ahora emerge otro relato: que el tirano está “cansado”, que quiere retirarse, que es víctima de su propio sistema. ¡No, señores!
El tirano no está cansado. El poder es su naturaleza.
Lo dijo Giulio Andreotti —siete veces primer ministro y 34 veces ministro de la República Italiana—: “Il potere logora chi non ce l’ha” (“El poder desgasta a quien no lo tiene”).
Obiang no está desgastado. Lleva más de 40 años en el poder porque para él, gobernar no es una función: es su forma de respirar.
En Guinea Ecuatorial hay beneficiarios claros. La única empresa que funciona de verdad se llama PDGE S.A., y su estructura de privilegios es perfectamente conocida. Basta con que el dictador te nombre en un cargo para que entres al festín:
viajes oficiales, cuentas fuera, hijos estudiando en el extranjero, propiedades aquí y allá, contactos que te abren puertas. El resto —los pueblos llanos— miran desde la cuneta.
Y cuando estos altos cargos mueren, tras haber asegurado el porvenir de su linaje, se les quiere presentar como mártires. ¿Mártires? ¿En un país donde la esperanza de vida es de 48 años para los hombres y 51 para las mujeres? No. Han vivido por encima del promedio y a costa de todos.
Las verdaderas víctimas tienen nombres y apellidos.
Son los ciudadanos sin voz.
Los que no tienen padrinos ni enchufes.
Los que no pueden pagar una clínica privada ni mandar a sus hijos a estudiar fuera.
Son los que, si la tiranía continúa, solo podrán aspirar —con dignidad— a trabajar como mozos, barrenderos o aguaciles.
Es hora de hablar con claridad.
No podemos seguir planificando el futuro con base en afectos personales o afinidades tribales.
La Guinea que viene debe construirse sobre una verdad rotunda: la complicidad también se juzga.
Y la justicia no puede ser selectiva.
No se trata de señalar solo a los de “la última milla”.
Se trata de trazar todo el trayecto de impunidad que nos ha traído hasta este presente trágico.
Hoy vemos una tiranía que parece en retirada. Pero no nos engañemos: la bestia ya no devora al pueblo porque ha perdido los dientes. Ahora come hierba. Pero antes se alimentó de nuestro sufrimiento.
El futuro solo será nuestro si es radicalmente distinto.
Una Guinea verdaderamente nueva exigirá integridad, memoria y justicia.
Solo tras un proceso profundo —como el que vivió Alemania después del nazismo— podremos mirar al pasado sin rabia, y al futuro sin miedo.
Solo así seremos libres.