Sir Lucky Dube CIUDADANO Y COMUNICADOR
“Todo lo que un hombre pueda imaginar, otros podrán hacerlo realidad.” —Julio Verne.
Es otra de esas noches en las que conciliar el sueño se antoja imposible: suspiros que se alargan, libros que acompañan, demonios internos y fantasmas en la memoria. Son noches de insomnio y de introspección, de lucha interior entre cabeza y corazón. El recurrente gesto de agachar la cabeza y taparse la cara con las manos. Salgo al balcón en busca de aire fresco y respiro profundamente mientras descubro una noche cerrada a cal y canto: ni luna, ni estrellas ni nada que se le parezca. En mitad de la oscuridad, más oscura que nunca, esbozo una leve sonrisa al tiempo que pienso que no debió ser en una noche como ésta cuando el bueno de Neruda escribió aquello de: “…la noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.” Luego vuelvo al estado de ánimo en el que mezclo un gran sentimiento de melancolía con fugaces destellos de esperanza. Reparo en el hecho de que, en cierto modo, lo que siento es nostalgia por un tiempo y una realidad que nunca viví. Ciertamente, ningún guineano ha vivido en verdadera paz y libertad. Al menos, no en Guinea. Pero tenemos añoranza y deseo de vivirlo. Debe ser verdad que Vida, Libertad y Búsqueda de la Felicidad son inherentes al hombre; como mínimo, lo es el anhelo de alcanzarlos. Absorto en esas ideas, y bien entrada la madrugada, me descubro imaginando al nieto que todavía no tengo y las historias que quisiera poder contarle algún día. Le imagino siendo un zagal por encima de los quince, más parecido a su abuelo que a su padre, y con un sentido de la curiosidad que ya quisiera para mí. Nos imagino a los dos mirando al mar que baña las costas de la tierra nuestra, disfrutando de una puesta de sol. Y me imagino a mí, orgulloso abuelo, contándole más o menos algo así:
Fueron años duros, chaval… y duraron una eternidad. El nuestro era un país sin alma. Sin corazón. Sin rumbo. Un país desangelado, como dejado de la mano Dios. En efecto, podía decirse que éramos un sindiós de país. Sin un pasado digno en el que apoyarnos, sin un futuro que nos diera esperanza y con la cruda realidad de un presente que nos golpeaba hasta casi agonizar. La corrupción moral dio lugar a todas las demás corrupciones: política, economía, instituciones, sociedad, familia. Absolutamente todo estaba corrompido. Lo mejor de nuestras tradiciones había sido arrasado por décadas de infamia propia y ajena. Seguíamos resacosos de siglos de esclavitud y colonialismo, pero no puede decirse que fuera esa la causa exclusiva de nuestros problemas, a fin de cuentas hacía casi cincuenta años de una ‘in’-dependencia que, aunque formal, era menos real que aparente. Pero durante esos años lo peor, sin duda, fue la clase dirigente. Fueron lo peor con diferencia… Querido nieto, quizá para tu generación todo esto sólo sea una exageración de quienes, como yo, son los más viejos del lugar. Pero debéis saber, para no repetir errores, que durante años este país fue tutelado por dirigentes infames que, en general, no tenían ni estudios, ni escrúpulos, ni vergüenza. Un clan familiar apoyado por cortesanos cuya lealtad se pagaba manteniendo saciado su estómago. Más que un gobierno eran una organización mafiosa: redes clientelares, sistema de prebendas, nepotismo, traiciones, ajustes de cuentas, luchas internas… Y con la corrupción como forma de gobierno.
Para entender, en parte, cómo todo un pueblo quedó atrapado bajo el yugo de esa dictadura me ayudó leer a un tal Antonio Gramsci; uno de los más excelsos pensadores de su época. Según él: “el poder es como un centauro: mitad coerción, mitad legitimidad”. Quiere decir que el poder tiene un componente de fuerza, de violencia y de imposición de miedo; eso es la coerción. Pero el poder también tiene una vertiente de conquista cultural en virtud de la cual las creencias, los valores y los patrones de conducta de los dirigentes son asumidos e interiorizados por los gobernados. Por así decir, la cosmovisión de la clase dominante se convierte en la cosmovisión que de la clase dominada mediante un proceso de alienación que conduce al oprimido a tomar por propios los intereses de su opresor; y eso es la legitimidad, también llamada hegemonía cultural. Aquí, durante la dictadura, la coerción –o la represión– la ejercían militares y policías que, mayoritariamente, tenían una formación castrense escasa. Básicamente eran perros de presa. Muchas veces, no hacía falta ni que te opusieras a Obiang, bastaba con caerle mal a un lacayo afín al régimen para que fueras a dar con tus huesos en la cárcel, o en la morgue. Asesinatos encubiertos, torturas en zulos clandestinos, etc. Hacían de todo y lo hacían bien, con rigor profesional. La legitimidad, en cambio, se obtuvo por medios físicamente inocuos pero más dañinos para la psique y, socialmente, más perjudiciales a largo plazo: un partido único con filiales que fungían de oposición pero sin oponerse; medios de información que lejos de informar, adoctrinaban; escuelas y centros laborales politizados a conveniencia y una Iglesia Católica que los sábados se iba de putas con el régimen y el domingo volvían a coincidir en misa… Así fue, chaval. También la Iglesia, presunta depositaria de la moral popular, ayudó a consumar la tragedia. Salvo alguna excepción –que la hubo–, políticos, curas y militares criaron juntos a un país mal parido desde el principio.
Otro factor determinante fue la economía. La explotación de yacimientos petrolíferos en el solar patrio apuntaló en el poder a esa gentuza. El país –léase Obiang en nombre del país– empezó a ingresar dinero a espuertas. De un día para otro, Obiang se vio con pocas ideas y muchos petrodólares. Y para la mal llamada comunidad internacional, el nuestro pasaba de ser un terrible dictador a ser un posible socio comercial y, en más de un caso, un generoso benefactor. “Nothing personal, just business” que dirían los yankees. A partir de entonces, Obiang hizo y deshizo a su antojo. Compró conciencias y voluntades nacionales y extranjeras; se compró, incluso, una licenciatura en derecho y un par de doctorados Honoris Causa, que más que honor causaban horror. También hizo alguna maniobra de distracción para mantener al pueblo imbecilizado: campos de golf, ciudades fantasmas y cosas así. A parte de eso, él y su familia se dedicaron al despilfarro. Su hijo, Tontorín, era putero y toxicómano, y Gabriel, el hermano listo del tonto, urdía planes de gobierno por su cuenta y desviaba contenedores de dinero al extranjero; eso sí, poniendo cara de bueno, o de serio, o de cínico –que es lo que era–. De ese modo, los recursos naturales que debieron servir para impulsar el desarrollo del país en términos humanos, profesionales y materiales se convirtieron, paradójicamente, en una maldición al estar gestionados por una banda de gangsters que convirtió este país en un vertedero. Dicho en corto, éramos una casa de putas ubicada intramuros de una gran cárcel, porque quien no estaba exiliado o perseguido vivía inhibido por una vorágine de vicios. Había sexo, alcohol y drogas pero nada de Rock ‘n’ Roll.
Finalmente, tras cinco lustros de un crecimiento económico que nunca se tradujo en desarrollo económico, es decir, que no sirvió para mejorar las condiciones de vida del pueblo, llegó la crisis económica. Es justo decir que sus causas fueron ajenas y sus efectos mundiales, por lo que no se puede señalar al régimen de la época como causante de la crisis. Lo que sí fue culpa de ese régimen fue la nefasta gestión de la economía durante los años de bonanza anteriores. Era una clase dirigente formada por mediocres e imbéciles que no supieron llevar cabo, cuando se pudo, la diversificación de los factores productivos que hubiera permitido al país amortiguar mejor el revés de la crisis. Otra lección para tu generación. Todos no valemos para todo. Debéis consolidar una sociedad que funcione por criterios meritocráticos. A los mandos poned siempre a los mejores, a los de mayor talento y capacidad de trabajo. A quienes más se esfuercen. Y no hablo de construir una sociedad estúpidamente elitista, sólo digo que la idea de que un mediocre puede cargar con una gran responsabilidad denota complejos de joven democracia y es propio países abocados al fracaso. Son reminiscencias de una época que vuestra generación puede y debe superar… Volviendo a lo nuestro, la crisis económica, como digo, causó estragos en la sociedad. La falta de derechos civiles y políticos fue una constante durante la dictadura, pero la crisis quitó al pueblo el poco pan que tenía y nos mandó de vuelta a la edad de piedra. Pobreza y miseria en verdad nunca se fueron, pero la crisis las recrudeció; las hizo más intensas, más evidentes. Lo peor eran las miradas de resignación y la impotencia que causaba ver a tantos jóvenes en paro. Sin trabajo y sin expectativas de tenerlo. Era descorazonador verlos abandonarse a cualquier vicio, presos de la desesperación. Y muchos de ellos tenían formación, eran útiles y capaces. Jóvenes que en otro tiempo tuvieron motivaciones y sueños, pero que en ese momento parecían no tener una salida. Se dispararon los índices de crimen y vandalismo. El país se volvió cada vez más inseguro, casi inhóspito. Huelga decir que todo aquello fue la consecuencia lógica del pésimo hacer de los gobernantes. Pero no es menos cierto que también nosotros, el pueblo de Guinea, colaboramos con nuestras dictaduras –porque eran nuestras, no lo olvidemos, igual que lo es ahora esta democracia–. Durante generaciones, fuimos culpables por cómplices, y varios fueron nuestros pecados: displicencia, docilidad, cainismo, vileza, conformismo, estupidez, etc. Por acción u omisión fuimos parte del problema; y de eso, chaval, también debéis tomar nota la juventud presente y futura. Pero hacia el verano del 2017 ya daba igual de quién fuera la culpa. El hecho objetivo era que estábamos jodidos y el asunto parecía no tener solución a corto o medio plazo.
…Pero sucedió. Justo cuando todo parecía estar perdido sucedió lo inesperado. Alguna vez pienso que todo aquello tuvo algo de mágico. No sé, quizá sea exagerar un poco. Lo cierto es que nos habían quitado tanto que no nos dejaron ni el miedo, y sabernos al borde del precipicio nos hizo reaccionar. Un buen número de guineanos tomamos conciencia de que no quedaban más que dos caminos: morir uno a uno como individuos o levantarnos y sobrevivir como conjunto. “Cólera de un pueblo, certeza de una nación.” Ése era uno de nuestros gritos de guerra. Me gustaba porque resumía bien lo que sucedía. Al menos por esos días, por esas semanas, no había etnias ni tribus que nos separaran. Éramos padres e hijos, profesores y alumnos, trabajadores de todos los sectores… hombres y mujeres dispuestos a afrontar juntos. Aún recuerdo la ilusión y la determinación en los ojos quienes ahí estuvimos. Todavía conservo amistades que hice entonces; incluso sé de algún matrimonio surgido de aquella “rebelión de las masas”. Y claro que hubo disensiones entre nosotros, pero teníamos claro el objetivo. Puede que no supiéramos hacia dónde había que ir, pero sabíamos muy bien hacia dónde no queríamos volver. La crisis económica, además de al pueblo, también hizo daño a la élite dirigente. La gente estaba muy quemada. Había mucha desesperación. Mucha rabia contenida. En verdad, lo inexplicable fue que aquello no sucediera antes. Habíamos sido, hasta entonces, un pueblo muy paciente. Pero poco o nada teníamos ya que perder.
Empezó poco a poco. Muy despacio. El colectivo de taxistas prendió la mecha poniéndose en huelga cuando el gobierno les endureció las condiciones para circular. El gobierno reaccionó con detenciones y sacando a las calles militares y furgones blindados. Al poco tiempo los universitarios salieron a las calles reclamando pagos atrasados. Y cuando todo parecía volver al status quo de siempre, se fueron manifestando más y más colectivos: mujeres, agricultores, ganaderos, profesores, pescadores, amas de casa y un montón de jóvenes… Fue realmente emocionante ver a la juventud comprender que el futuro no estaba escrito y que debían escribirlo ellos. Aún hoy se me hincha el pecho de orgullo al recordar a todos esos chavales. Jóvenes que fueron capaces de convertir su cabreo en revolución. Jóvenes que, en términos de Fanon, descubrieron su misión y la cumplieron, no la traicionaron… Podías verlos en plazas y barrios, tomando las calles, debatiendo, proponiendo ideas. En verdad, fueron ellos los que lo hicieron posible. Fueron el corazón de esa lucha. Se sirvieron de tecnologías que facilitaban el flujo ágil de información, y eso fue determinante. El gobierno no sabía cómo reaccionar, tenía demasiados frentes abiertos y quedó desbordado. Al cabo de poco ya ni siquiera tenía a todos los militares de su parte. Incluso algún cura se dignó a comparecer para salvar la honra del sacerdocio nacional. Y aunque al principio fue todo un poco anárquico y desordenado, llegando a producirse algún brote de violencia entre los manifestantes, pronto surgieron de la propia sociedad civil personas lúcidas que coordinaron y organizaron a la tropa.
Transitar de una dictadura a una democracia no es una empresa fácil, y nunca es tarea unas pocas personas. La gesta que aquí se logró fue una victoria colectiva del pueblo guineano. Esa es la verdad. Pero a menudo sucede que entre miles de seres anónimos, por circunstancias particulares, destacan algunas personas que con su acción y su ejemplo cambian el curso de la historia. Ese fue el caso de los líderes de aquel proceso. Unos eran absolutos desconocidos que surgieron de la propia sociedad civil al calor de los acontecimientos, otros habían militado en la sociedad política como reconocidos opositores. Todos ellos tomaron conciencia de la coyuntura histórica que les tocó vivir y supieron convertir el hartazgo popular en capital político. Esos hombres y mujeres tuvieron la altura personal y política de aparcar diferencias y centrarse en construir un país desde los cimientos. Se apoyaron en el pueblo para derrocar a Obiang. Y luego siguieron escuchando a ese pueblo, y enseñándolo, y aprendiendo de él. Confiaron y crecieron con el pueblo. Lo que vino después debe estar tus libros de historia: un periodo constituyente, un referéndum popular y unas elecciones libres. Se cometieron errores, qué duda cabe, pero nadie puede negar que pusieron el corazón en lo que hacían.
Creímos que otro mundo era posible y lo hicimos posible. Libertad, Democracia, Justicia social –que no ajusticiamientos–. Todo ello perseguimos y algo de ello alcanzamos gracias, en buena parte –y justo es reconocerlo–, al liderazgo de algunos hombres y mujeres que, ante el desafío histórico de salvar a la patria de una dictadura con vocación dinástica, mostraron valor y audacia. Su honestidad al hablar, su coherencia al hacer, su capacidad para el trabajo, la profundidad de su discurso y su frontalidad para llamar a las cosas por su nombre hicieron de éste un país mejor. Hombres y mujeres que dignificaron este país entendiendo que la honra de esta nación era la suma de las honras menudas de cada uno de ellos. Políticos que por no pensar en clave cortoplacista se convirtieron en estadistas. Y yo, chaval, estuve ahí para verlo. Conocí a esas personas. Admiré a esas personas… Con uno de ellos trabé amistad sincera. Sapiens, solía llamarle yo. Un tipo honrado, noble y fiable. Leal a su gente, a sus principios, y a su palabra –a la que nunca faltaba porque iba en ello su caballerosidad–. Compartíamos afición a la lectura. Hablábamos de política y, en general, de la vida. Le gustaba el arte, la antropología, la paleontología y cosas de ésas; tenía un punto bohemio, un tanto hippie. Pero era un hombre culto, lúcido y clarividente; que, como el diablo, sabía más por viejo que por diablo. Tenía la sonrisa irónica de quien mucho vivió, mucho luchó y mucho sabía… y se lo callaba. Le respeté como a un maestro. Le quise como a un amigo.
Así que ya sabes, chaval. Cuando tú y los de tu quinta volváis la mirada al pasado en busca de explicaciones para vuestro presente, ineludiblemente encontraréis a una generación que, a pesar de sus contradicciones, tuvo un sueño, peleó por una esperanza y trató de transmitir algo a quienes les sucedieron. Y quizá quede algo nosotros en vosotros. No sé, tal vez quede un pequeño aliento rondando entre bosques, ríos y mares; un pálido recuerdo que vale más que un monumento; o un libro, o un himno, o una poesía… tal vez quede la esperanza humana que se va realizando en las nuevas generaciones.
Somewhere in South Africa
Sir Lucky Dube
¡One Love!
P.D.: Dado que mi natural pesimismo está hoy con la guardia baja, seguiré futurizando –si me permiten la expresión–. Por eso este artículo, que mezcla ficción y opinión, va dedicado a los héroes –conocidos y anónimos– que harán realidad el sueño de la libertad en Guinea; y que, de paso, me harán profeta en mi tierra. A ver si se cumple el dicho popular según el cual “la realidad siempre supera la ficción»