Dichosas democracias africanas

Por Donato Ndongo-Bidyogo, escritor

Como anunciara sin ambages, Teodoro Obiang se sucedió a sí mismo en la presidencia de Guinea Ecuatorial, al obtener casi tantos votos como votantes en los recientes comicios de abril. Torturas, detenciones, amenazas y tantas irregularidades palmarias que jalonaron el proceso no empalidecen la «victoria apoteósica» del «líder carismático», sancionada por observadores reverentes, encabezados por el designado por la Unión Africana (UA), Thomas Yayi Boni, expresidente del vecino Benín, a quien Barack Obama negó el saludo en la reciente cumbre mundial sobre el clima en París. Nada impide cumplir sus designios al mandatario más longevo del continente; con 73 años, seguirá sirviéndose de su patria hasta 2023, y entonces pergeñará nuevos pretextos para continuar en un sillón ocupado en 1979, del que ni la muerte le separará.

dichosas-democracias-africanasChad también convocó a sus ciudadanos en abril, obligados a ratificar el sexto mandato de Idriss Déby, 63 años, en el poder desde 1990. La oposición reclama en el desierto la victoria escamoteada, previsible cuando el Gobierno bloqueó redes sociales, hostigó cuanto pudo a la prensa –según denunció Reporteros Sin Fronteras– y obstaculizó la campaña por el cambio, promovida por Acción por la República y el Movimiento de Patriotas Chadianos. En 1979, el general Denis Sassou-Nguesso, 72 años, desalojó del palacio presidencial de Brazzaville al general Joachim Yhombi-Opango; destituido por la Conferencia Nacional Democrática en 1992, en 1997 puso un fin sangriento al breve interregno democrático del profesor Pascal Lissouba, golpe degenerado en repugnante guerra civil, apoyada por poderosas empresas extractivas y su «hermano» Teodoro Obiang. Consagrado presidente vitalicio mediante una contestada reforma constitucional, en marzo llamó a los congoleses a ratificarle, pero optaron por los opositores Jean-Marie Mokoku y Guy Kolelas. Irritado ante tamaña ingratitud de sus compatriotas, sume de nuevo al país en el caos: muertos y desaparecidos se cuentan por centenares. Expulsada Amnistía Internacional y agredidos periodistas extranjeros, apenas hay testigos.

Se verá si las elecciones celebradas en febrero en República Centroafricana traen al fin la paz, aunque el escepticismo se impone sobre cuanto acontece en esa sufrida nación. La continuidad de Yoweri Museveni, 71 años, lograda por la virulenta represión desencadenada en Uganda antes, durante y después del fraude consumado en las «elecciones» de febrero –culminada con el arresto del principal candidato opositor, Kizze Besigye–, sella el monolitismo político allí instaurado desde 1986. Perceptibles los nubarrones que planean sobre Gabón a partir de agosto próximo, cuando sus habitantes sean convocados a las urnas; se palpa el hartazgo generalizado ante la decepcionante gestión del presidente Alí-Ben Bongo, heredero del trono de su padre Omar, impuesto en 1967 por Charles de Gaulle y fallecido en Barcelona en 2009 por temor a ser apresado en Francia, donde su familia se halla encausada por corrupción. El asesinato, en febrero de 2015, de André Mba Obame, su principal rival político y, según fuentes independientes, verdadero vencedor en las «elecciones» de 2009, significó un punto de inflexión para los gaboneses. Agrupada en un frente único en torno a la candidatura del economista Jean Ping, antiguo ministro de Asuntos Exteriores y expresidente de la Comisión de la UA, la oposición se apresta a una batalla difícil, casi desesperada, cuyo resultado permitirá calibrar el alcance del cambio anunciado desde El Elíseo sobre la françafrique, el entramado de intereses perversos que, desde las independencias, une a Francia con sus antiguas colonias africanas.

En este año de gracia, tocan asimismo consultas en República Democrática de Congo, aunque el presidente se muestra renuente a concretar su fecha. Joseph Kabila sustituyó a su padre Laurent-Desiré, asesinado en enero de 2001 aún no se sabe bien por quién. Desde entonces no se resolvió ninguno de los múltiples conflictos que asolan un país que nunca conoció ni paz ni estabilidad –agravados por intervencionismos extranjeros, sobre todo de sus ambiciosos vecinos orientales–, a causa del saqueo de sus ingentes materias primas; mientras, en sordina, el genocidio continúa. Aún más espesa es la capa de silencio que ensordece la tragedia cotidiana de los gambianos desde la asonada que aupó al poder al teniente Yahya Jammeh, en 1994. Reputado protector de integristas musulmanes, apenas disimula su instinto sanguinario con su intolerancia ante toda discrepancia: el periodista Deyda Hydara «desapareció» en 2004; ejecutó en 2012 a más de un centenar de ciudadanos, acusados de «conspirar contra la seguridad del Estado», cajón de sastre que le permite «mantener llenas todas las prisiones del país», según declaración propia. Episodios ilustrativos, pero no únicos ni aislados. Gambia entera es una cárcel, reos condenados a votarle de nuevo en diciembre próximo.

Meses atrás tuvieron lugar procesos similares en diversos estados africanos, con resultados idénticos. Pese al clamor de las poblaciones por un cambio ya imprescindible, la inamovilidad de los dirigentes se consagra como característica general. Si la posibilidad de alternancia es consustancial con la democracia, ¿deben validarse exhibiciones megalómanas cuya única finalidad es consolidar el poder a cualquier precio, incluso más allá de la vida? ¿De qué sirven las urnas si todo sigue igual? ¿Legitimar una perversión lingüística que llama elecciones a simples plebiscitos, aunque corifeos inescrupulosos hagan de coristas? Ante la letra de la normativa legal, no cabría hablar de dictaduras en África; todas sus constituciones reconocen el multipartidismo y demás derechos y libertades; en realidad, derechos otorgados, sujetos al criterio arbitrario de cada «jefe». Se promulgan para obtener la ansiada aquiescencia internacional, conscientes del signo de un tiempo que repudia sistemas tiránicos y no concitan simpatías ni los grotescos déspotas vitalicios ni la parafernalia totalitaria de partidos únicos de antaño. Es su tragedia íntima: epígonos de Calígula, Mussolini o Stalin en la era de internet.

Se benefician de la doble moral imperante. Conscientes de que el triunfo se basa en resistir, contemplan impávidos el transcurrir del tiempo, seguros de que la alternancia barrerá a quienes les dirigen corteses, bienintenciados pero inútiles mensajes de repulsa. Y manipulan ambiciones e intereses de las naciones poderosas, sabedores de que los inmensos recursos que gestionan a su antojo son más valiosos que las misérrimas vidas de sus compatriotas sojuzgados.

Fuente : Revista de Prensa

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