Sentencia

Por Francisco Ela Abeme

Como suele ocurrir siempre, ante las resoluciones judiciales – en justicia dos más dos se parecen a cuatro-, más que un análisis riguroso, se desatan las pasiones

Esto hace que a unos les parezca poco, mientras que a otros les parece excesivo. Y es que el lenguaje jurídico, excesivamente tecnificado, no suele coincidir con el de la calle.

Si a esto le añades el tinte político, ya tienes la polémica servida. Y es que el proceso de París, siendo rigurosamente jurídico, la personalidad del acusado le impregnaba de tinte político indudable. De ahí la división de opiniones ante el fallo.

Teniendo en cuenta el historial que ha protagonizado el condenado, en su papel de delfín, los despilfarros, la ostentación, la vida disoluta, todo ello a costa del erario público guineano, mientras que el país carece de un sistema sanitario público, la Oposición y, sobre todo el Pueblo, esperaban una sentencia «ejemplar».

El régimen, por su parte, aparte de considerar el proceso como una agresión a la soberanía guineana, resulta que, además, encuentra la pena excesiva.

Ambas opiniones son equivocadas:

a) Como en su día señalé, en un sistema jurídico garantísta, en el acusado recibe más atención que el avión, porque la inocencia no se prueba, se presume. Es un derecho. Claro que se trata de una presunción «iuris tantum», es decir, puede ser enervada por una prueba en contra. De ahí que la carga de la prueba incumbe a la acusación.

Esto hace que, a veces, el acusado, condenado según el tribunal de la calle, termina siendo absuelto porque no se han sabido presentar las pruebas o las propuestas no han sido suficientes.

Si a esto le añades la dinamicidad del propio proceso penal, eminentemente oral, y todos los demás intereses que se cruzan, y más en un proceso de estas características, es muy difícil obtener una sentencia «ejemplar».

Dicho de otro modo: procesar a Teodorín formaba parte de la ceremonia de la dignidad del estado francés, pero la justicia francesa no está dispuesta a tirar por la borda todo el entramado de intereses del estado que ligan a Francia con la familia mafiosa dueña de Guinea Ecuatorial. No se olviden del lema: es el «cambio en la continuidad».

Lógicamente, la lectura que el régimen y sus palmeros van a hacer de la sentencia será visceral. Hay que mantener el paripé. Se hablará de la intromisión intolerable en la dignidad y soberanía de la República de Guinea Ecuatorial y bla, bla, bla.

Pero, para los que hacemos un análisis frío de todas estas cosas, lo importante es la condena. Cualquiera que sea su cuantía.

Esta condena es el símbolo de lo que ya le he vaticinado a Obiang en una de estas entregas: después del abundante daño causado, su castigo será vivir para ver cómo se desmorona su obra política y humana.

Porque, después de esta condena, ¿cómo queda el prestigio de este chico para relacionarse con otros jefes de estado el día de mañana.

Las aspiraciones sucesorias del muchacho quedan en cuarentena.

Y este será el principio del fin de una obra bañada en sangre, además, inocente.

Y, ya se sabe, Dios castiga las manos que derraman sangre inocente.

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