Por Sir Lucky Dube, CIUDADANO Y COMUNICADOR
“Nada hay más desalentador que un esclavo satisfecho.” —Ricardo Flores Magón.
«Un viaje de mil kilómetros comienza siempre con un primer paso.» O algo así dice un proverbio chino, autoría del filósofo Lao-Tzé… La semana antepasada terminaba con la noticia de que el gobierno de Colombia y las FARC han firmado, por fin, un acuerdo de paz, después de más de tres años de negociaciones. El acuerdo, que tiene categoría de Tratado, deja atrás –esperemos que para siempre– tres intentos fallidos y más de cincuenta años de guerra de guerrillas. Por otro lado, la semana que ayer terminaba comenzó con la esperanzadora noticia de un cambio de gobierno en Gabón, elecciones democráticas mediante. Según avanzaba la semana, ilusión y esperanza de cambio fueron mutando en rabia, indignación y descontento. Sucedía lo de siempre. Un dictador, Ali Bongo, incapaz de digerir democráticamente una derrota electoral, manipula el escrutinio para proclamarse vencedor, al tiempo que saca a la calle a su ejército para que golpee y dispare contra el popolazzo, tratando de ganar por la fuerza lo que no pudo ganar en las urnas. Como diría la embajadora Angue Ondó: «Nada nuevo bajo el sol… africano».
Repasando ambas noticias me encuentro esta mañana. Por una parte, observo con profundo pesar los acontecimientos que están teniendo lugar en el vecino país centroafricano; por otra, siento como mía la alegría de una Colombia merecedora de ese Tratado de Paz, con la esperanza de que pueblos hermanos como Sudán o el Congo corran la misma suerte en fechas venideras y no tan lejanas en el tiempo.
Sin embargo, mientras repaso los pormenores del Tratado de Paz de Colombia, no puedo evitar sentir algo de sana envidia y mucho de profunda melancolía. Trato en vano de forzar la memoria, pero no consigo recordar –corríjanme ustedes si me equivoco– una sola buena noticia en Guinea Ecuatorial en los últimos 50 años, ‘in’-dependencia aparte. También puede ser que ande falto de memoria pero, francamente, no lo recuerdo. Por el contrario, y muy a pesar mío, cuando pienso en mi tierra sólo me vienen a la mente imágenes de una sociedad en permanente decadencia, una sociedad donde cada vez quedan menos cosas que salvar. Incluso la familia, que otrora fue fuente de los mejores valores, es ya, a menudo, el lugar donde aprendemos el hijoputismo que hoy nos caracteriza. Esa es la terrible aflicción que continuamente le asalta a uno cuando repasa la historia reciente de Guinea Ecuatorial, como si la lucidez y la nacionalidad guineana aparejaran, por norma, gran amargura y poca esperanza. Huelga decir que ni el presente ni el futuro despiertan optimismo, menos en un reconocido pesimista como es el caso del arriba firmante.
Cierto es –para qué nos vamos a engañar– que nunca ha sido costumbre del guineano organizarse para reivindicar derechos o tomar las calles para exigir mejoras de ningún tipo. Menos aún apoyar a quienes sí lo intentan. Somos un pueblo genéticamente dócil. Pero una cosa es nuestra congénita militancia en el nacionalconformismo y otra muy distinta es la inhibición que mostramos frente a verdaderos dramas humanos. Todo se hace aún menos incompresible al recordar que Guinea Ecuatorial es un país pequeñísimo en extensión y en población. Pues esos dramas muchas veces tienen lugar a escasos metros de nuestra residencia, en el barrio o en el poblado vecino…
Hacia finales de enero de este año murió un niño en un incendio en el barrio de Campo Yaunde (Malabo). Unos meses más tarde, en la madrugada del 22 de mayo, el drama volvía a cebarse con el mismo barrio. Otro incendio de mayor magnitud acabó con la vida de ocho menores. Los críos, en edades comprendidas entre 1 y 15 años, eran todos de la misma familia. El fuego los sorprendió mientras dormían y, seguramente, en mitad del humo y las llamas, la estructura laberíntica de las chabolas que fungen de viviendas negó a las víctimas la visibilidad necesaria para huir del fuego. En las horas y días posteriores a los incendios, algunos familiares y vecinos, fruto de la desolación y el dolor, expresaron tímidos comentarios acerca de lo sucedido: quejas por falta de agua; lamentos por la tardía e ineficaz aparición del cuerpo de bomberos; exigencias o, mejor dicho, ruegos y súplicas al señor Obiang para que dé soluciones a los damnificados y algún etcétera más. Cabe mencionar la disposición, el esfuerzo y la solidaridad mostrada por vecinos y lugareños a la hora de apagar los fuegos y de salvar vidas humanas. Es igualmente destacable el detalle de los chicos de la UNGE, que ofrecieron a las víctimas ropa en buen estado, además de aportar un monto económico –la cantidad en estos casos es lo de menos–.
Lo verdaderamente desalentador es que ni siquiera tragedias como éstas nos hacen pensar. Ya no digo actuar. Sólo pensar. Pues para actuar con eficacia hay que pensar previamente. Y es que a propósito de estos incendios he asistido atónito a opiniones de personas adultas que culpan y critican la insolidaridad de los vecinos del barrio de Campo Yaunde al no sufragar colectivamente los gastos de reparación de viviendas o de reposición de muebles u otros útiles. No seré yo quien declare como defecto la solidaridad vecinal; pero hallar culpables a unos vecinos que, en la mayoría de los casos, no tienen ni dónde caerse muertos se me antoja de una hipocresía y una estupidez insoportables. Parecemos incapaces de ver que el problema de las chabolas de Campo Yaunde no es distinto, en cuanto a orígenes y causas profundas, al problema de la falta de luz en Bata, o de agua, o de alimentos. O al de la falta trabajo, o de un sistema sanitario digno de ese nombre, o de un mejor modelo educativo. Parecemos incapaces de entender que es todo parte del mismo problema. El barrio de Campo Yaunde (o New Village, como es más conocido) lleva siendo el suburbio que es cerca de cuarenta años, y creo que me quedo corto. Igual que sucede con muchos otros en todo el país, ese barrio lleva dejado de la mano de Dios –y de Obiang– el mismo tiempo que éste último lleva ejerciendo de capataz del solar patrio. Por tanto, digamos claro que todos esos problemas son consecuencia de decisiones políticas mal tomadas y de una pésima gestión y distribución de los recursos del país. Todo es consecuencia de gobernantes incapaces por estúpidos e ignorantes, ellos y la madre que los trajo.
Y también es consecuencia –no me cansaré de decirlo– de la dimisión, la sumisión y la rendición de un pueblo que ha renunciado a su derecho a exigir o reclamar mejores condiciones de vida. Hemos hecho dejación de funciones. Nos hemos mimetizado con el dolor, la humillación y la inasistencia. Puede y debe decirse, desde ese punto de vista, que nosotros, el pueblo guineano, somos también asesinos de los niños que murieron en esos incendios. Por muy paradójico que parezca, somos responsables subsidiarios de todas las calamidades por las que pasamos. Y así será hasta que entendamos de una puñetera vez que Guinea Ecuatorial es nuestro problema. No de occidente, no de Obiang, no exclusivo de la oposición. Es fundamentalmente problema nuestro, del dócil e imbecilizado pueblo guineano. De ese pueblo al que considero cada vez vemos víctima y cada vez más cómplice. Más culpable.
Por lo demás, han pasado ya unos meses y los incendios van quedando en el olvido, como si de una pesadilla lejana y pasajera se tratara. Detrás quedan nueve niños muertos, familias destrozadas, madres enloquecidas por el dolor, la rabia o la injusticia, y un pueblo que tras los lamentos y pésames de oficio deja atrás el asunto y sigue tranquilo con su miserable vida. Como hace con absolutamente todo. Y como he dicho antes, presente y futuro tampoco prometen tiempos mejores. Porque aunque siempre queda un justo Sodoma, la camada de jóvenes que está produciendo la dictadura es todavía menos sensible y comprometida que la madre –o la generación– que los parió, consecuencia de una educación social, política y familiar pensada exclusivamente para producir bípedos útiles para el régimen. Lo que no hace sino anunciarnos lo muy miserables ciudadanos que serán en el futuro. Y si no, al tiempo.
Somewhere in South Africa
Sir Lucky Dube
¡One Love!