By Sir Lucky Dube ,CIUDADANO Y COMUNICADOR

«Lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.» —Jorge Luis Borges.

A menudo, a lo largo de la historia, la coyuntura ha producido situaciones imprevistas, inesperadas e insospechadas para la mayoría; y la política, entendida como la acción de alcanzar y conservar el poder, en muchas ocasiones ha encumbrado a gobernantes que, en un principio, no parecían estar destinados a detentar el poder. Ése, precisamente, fue mi caso. Y por eso quiero empezar este documento hablando de la suerte, de lo casual y de un personaje histórico con quien reconozco que guardo un razonable parecido, a pesar de las distancias –de espacio, tiempo, raza u objetivos– que nos separan.

El personaje en cuestión fue el tercero de cinco hermanos, de los cuales sólo él y una hermana suya llegaron a la edad adulta. No tuvo una niñez feliz. Él mismo reconoció que su padre le azotaba con frecuencia. Su rendimiento académico en ningún caso hacía presagiar a un gran líder. Pasó sin pena ni gloria por la escuela primaria y abandonó la secundaria sin obtener el título. Su padre, un funcionario de aduanas, siempre quiso que su hijo hiciera carrera como agente aduanero, pero nuestro personaje quería ser pintor. Viajó a Viena esperando ser admitido en la Academia de Bellas Artes, pero suspendió las pruebas de admisión en dos ocasiones. El rector de la academia le escupió a la cara su «falta de talento»; y, en un intento de reorientar su vocación, el mismo rector le aconsejó probar con la arquitectura; pero, en eso, también fracasó. Su carrera militar tampoco anunciaba a un futuro Commander in Chief. Su labor en el ejército durante la Iª Guerra Mundial era la de mensajero, y la máxima graduación que obtuvo fue la de cabo… Una vez, hacia el final de la guerra, nuestro hombre quedó atrapado en un ataque de gas venenoso británico, cerca de la ciudad de Ypres. Los gases tóxicos le provocaron una ceguera temporal –una ceguera crónica y otro gallo hubiera cantado–. Se enteró del final de la guerra cuando estaba hospitalizado. Su país había perdido y la humillación quedó reflejada en las duras condiciones impuestas en el Tratado de Versalles –tratado sin el que, en mi opinión, el nefasto personaje nunca hubiera triunfado; pues la venganza o la vergüenza, o ambas, le sirvieron, luego, de fuerza motriz–. La noticia hundió moralmente al hombre, en cuyo historial clínico un médico militar y especialista en psiquiatría le califica como «peligrosamente psicótico» e «incompetente para comandar gente». Tras lo cual, su comandante declaró: «¡Nunca promoveré a este histérico!».

Figúrense ustedes: de cinco hermanos mueren tres, pero él sobrevive; hijo de padre mal tratador; estudiante mediocre; pintor y arquitecto frustrado; soldado de baja graduación y un cuadro clínico que lo define como un enfermo mental con pocas dotes de mando. ¿Quién hubiera sospechado que semejante personaje acabaría poniendo el mundo patas arriba? Pues lo hizo. ¡Vaya si lo hizo!… Se llamaba Adolf Hitler.

Os cuento todo esto porque mi camino hacia el poder también fue trazado por una serie de sucesivas casualidades; acompañadas, lógicamente, de las debidas causalidades. La primera casualidad a mi favor fue tener como tío a un analfabeto que ejercía como cabo segundo de la guardia colonial; Fructuoso Mbo Oñana, se llamaba. Gracias él tuve dónde cobijarme en Bata cuando era joven; y yo, muchos años después, le devolví el favor haciéndole general de mi ejército. Mi tío pidió como favor al presidente de la Diputación Provincial de Rio Muni que me acogiera en calidad de huérfano, y merced a ese favor acabé en el colegio La Salle de Bata; que, por aquel entonces, pasaba por ser una de los centros educativas más importantes del país. Pero no era yo un estudiante formal del colegio. A mí y a otros compañeros nos daban techo, comida y cama a cambio de que nosotros cuidáramos de los niños que vivían y estudiaban en el colegio. Hacíamos de cuidadores. De monitores. La segunda casualidad se produjo hacia principios de los años sesenta, cuando se creó en el colegio La Salle una sección nocturna del bachillerato administrativo. La idea era instruir a personas mayores que no estaban adecuada o suficientemente instruidas. Y en esa sección empezaron a estudiar los monitores, entre los que estaba yo. Debo decir, en honor a la verdad, que estudiar nunca se me dio bien; no era lo mío… Pero ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me arrepiento. Debí haberme esforzado más en los estudios. Es público y notorio que buena parte de mis carencias como gobernante se deben a mi escasa formación académica.

Pocos años después, los colonos españoles comprendieron que la independencia de Guinea estaba muy cerca de ser una realidad; y cayeron en la cuenta, también, de que el nuevo país sería un desierto institucional. No había instituciones para sostener al nuevo estado. No había ni un solo oficial nativo, ni profesionales capacitados. No había nada. Y ante tan palpable realidad, los españoles decidieron formar a los primeros oficiales negros en academias militares españolas. La selección de los futuros oficiales se hizo a través de la convocatoria de unos exámenes en Malabo y Bata. Participaron estudiantes de los centros más importantes del país, a condición de que estuvieran en edad de ir al ejército; esto es, que tuvieran dieciocho años o más. Los alumnos formales de La Salle no tenían edad para ir al ejército; por lo que los curas que regentaban el colegio –Hermanos Lasallanos– propusieron que algunos monitores participaran en los exámenes en representación del colegio. Participamos tres monitores: Yo, Maximiliano Meko y un tercero, de cuyo nombre no quiero acordarme… De los tres aprobaron dos. Yo, como antes Hitler, suspendí las pruebas; no quise ser menos que el viejo Adolf… Y fue entonces cuando se produjo la tercera casualidad. Sucedió que el padre de uno de los monitores que habían superado las pruebas para oficiales se negó a que su hijo fuera al ejército, aun habiendo aprobado el examen. Por la razón que sea, ese padre entendía que el ejército era algo negativo o despreciable, y que su hijo merecía mejor futuro; así que hizo retirarse a su hijo, dejando vacante una plaza para la Academia Militar de Zaragoza. Concurría también la circunstancia de que el colegio La Salle, dado su prestigio en la época, debía tener representación entre los futuros oficiales; como mínimo las dos plazas correspondientes a sus dos alumnos que aprobaron las pruebas. Excuso decirles que la plaza vacante me la quedé yo. Una vez más el azar me sonreía. Pareciera que el destino se empeñara en gastarle al pueblo guineano una broma macabra… Y fue así como empezó mi carrera militar, si es que a la mía se le puede llamar carrera militar. En principio, íbamos a permanecer un mínimo de cinco años en Zaragoza para graduarnos como tenientes, pero la proclamación de la Independencia en octubre de 1968 precipitó las cosas, y tuvimos que volver al país. Así que, finalmente, sólo estuvimos dos años y nos graduamos –o nos graduaron– como oficiales, con el rango de alférez.

Todo lo sucedido a posteriori es, más o menos, conocido por todos. Macías se convirtió, elecciones mediante, en el primer presidente de la joven república. Sus primeros meses  fueron razonablemente buenos en términos de estabilidad política. Pero en marzo de 1969, el entonces Ministro de Asuntos Exteriores, Atanasio Ndongo, intentó, sin éxito, derrocar a Macías mediante un golpe de estado que, francamente, tuvo más de chapuza que de golpe de estado. Después del fallido golpe, Macías entró en una espiral de locura, desconfianza y autoritarismo de la ya nunca saldría. En poco tiempo el país se convirtió en una gigantesca cárcel y las fosas comunes fueron siendo cada vez más comunes. Proliferaron los asesinatos y desapariciones de personas sospechosas de no comulgar con el régimen. De hecho, yo mismo convertí a muchos inocentes en sospechosos, para luego matarlos o hacerlos matar. Los que tuvieron suerte sólo fueron torturados y sufrieron cárcel; pero un buen número de guineanos hoy está en el cielo o en el infierno gracias a que yo, personalmente, les di pasaporte para el otro barrio. Muchas veces, yo que era jefe de cárcel, ni siquiera requería del permiso de mis superiores. Mi tío era el presidente y eso me otorgaba carta blanca para darle matarile a quien yo quisiera. Con la aquiescencia de Macías o no, en materia de torturas, asesinatos o encarcelamientos yo hacía y deshacía a mi antojo. Me sentía intocable. Con licencia para matar, como James Bond. Además, mi eficacia como perro de presa y mi cercanía tribal o familiar con el presidente me procuraron un rápido ascenso en el escalafón militar. Llegué a tener tal poder que los autores intelectuales del golpe de estado del ’79 no pudieron dejar de contar conmigo para derrocar a Macías; situación que aproveché magistralmente para hacerme con el control del país hasta la fecha de hoy… Y todo gracias a una sucesión de casualidades. Eso, en verdad, ha sido toda mi vida: una carambola tras otra… Como dice Arturo Pérez-Reverte: «El azar tiene muy mala leche y muchas ganas de broma».

Por otro lado, quienes, en mi juventud y primera edad adulta, me conocieron y me trataron en las distancias cortas, saben que siempre fui un hombre cobarde, vergonzoso y acomplejado. De talante introvertido y personalidad apocada. Poco hablador e incapaz de mirar a los ojos a los demás. Lo que ninguno intuía era que tras esa máscara de hombre tímido y retraído se ocultaba el hombre que realmente soy: un tipo frío, cínico, rencoroso y calculador hasta el extremo. Esa forma de ser y de estar por la vida ha sido mi principal resorte a la hora de hacer política. Huelga decir que conforme iba creciendo en dinero y poder mi ego experimentaba igual crecimiento. Afianzarme en el sillón presidencial me animó a envalentonarme hasta casi sentirme dios. Confieso que desde hace treinta y ocho años todas las mañanas me miro al espejo y, tras comprobar que estoy despierto, celebro mi buena suerte. Soy el más grande, me digo. Presidente, nada menos. Y sin tener ni vergüenza, ni escrúpulos, ni estudios superiores… Convendréis en que, como dictador, no me ha ido mal. Pero, claro está, todo ha de acabar de algún modo.

Hay caminos que no pueden desandarse y sitios de los que no se vuelve nunca. Y yo no puedo volver de mi universo de maldad, cinismo y estupidez. No puedo deshacer todo el daño que he hecho. Pero sí que puedo pedir perdón y expresar mi arrepentimiento. Soy consciente de que he gobernado este país de la peor forma posible… y lo siento mucho. Quiero empezar pidiendo perdón por todas las personas a las que exilié, encarcelé, torturé y asesiné; tanto en el régimen Macías como en el mío. No pensé nunca en el dolor que causaba a hijos, viudas y familiares. Sólo pensaba en mí; en los beneficios que obtendría o en los obstáculos de los que me deshacía, según el caso. También pido perdón por quienes bajo mi mando y en mi nombre –aunque no todos cumplían órdenes mías– han seguido exiliando, encarcelando, torturando y asesinando para obtener beneficios o para quitarse obstáculos. Las pérdidas humanas, por irreparables, son sin duda el mayor daño que he causado por mi persona.

Vosotros no lo sabéis; ni siquiera os hacéis una idea cercana de la ingente cantidad de dinero y recursos que ha generado este país desde principios de los años noventa. No os imagináis todo lo que se podría haber hecho con tanta riqueza. Por eso os pido perdón por el despilfarro; por el mío y por el de los míos. Nos lo hemos quedado y fundido casi todo; y a vosotros os hemos mostrado las migajas. Las carreteras y edificios construidos son elefantes blancos para distraer vuestra atención. Apelé a vuestra docilidad para hacer lo que quise con los recursos del país. A estas alturas ya no importan los motivos. Maldad, estupidez, ignorancia, mediocridad… ¿Qué más da? El caso es que nos lo hemos gastado todo y lo hemos gastado mal. Mi hijo Tontorín –que es no es más tonto porque no entrena– es un ejemplo ilustrativo de cómo de mal hemos dilapidado los recursos del país. La ciudad de Oyala es otro ejemplo claro de estupidez y de ineficacia en la  gestión.

Os pido perdón por convertir a nuestro país en el basurero que es hoy. Hice todo lo que pude por borrar de nuestra tierra cualquier resquicio de moralidad. No dudé en fornicar con las mujeres de mis ministros y colaboradores; y luego me aseguré de que la noticia les llegaba. Quería humillarlos, y hacerlos más dóciles y sumisos. Quise que supieran de mi superior virilidad. Que me vieran como al macho alfa que creía ser; y honestamente, no fueron pocas las veces que conseguí producir en ellos ese sentimiento. A mis hijos, a mi familia y a mis colaboradores les enseñé a hacer lo mismo con sus subordinados. Y la práctica se extendió al resto de capas de la sociedad. Ministros, diputados, militares, casados, divorciados, jóvenes, adultos, sacerdotes, menores de edad… Aquí todos actuamos por los impulsos más primarios. El fornicio, el sexo desenfrenado y la ingesta descontrolada de sustancias poco recomendables son ya moneda de curso legal. Y yo he hecho mucho para conseguirlo. Ahora nuestro país es un gran prostíbulo. Un basurero…

También me aseguré de convertir al país en un pequeño estado policial donde os vigiláis los unos a los otros. Ésa siempre fue una de las formas más eficaces para hacerse con un cargo en mi gobierno: delaciones, chivatazos, traiciones, etc. Al compañero, al amigo, a la familia o al cónyuge. Cuanto más cercano mejor. Con ese método he roto amistades que parecían irrompibles; y he destrozado familias enteras, seduciendo con dinero o cargos al eslabón más débil de la cadena. Al más ambicioso, al menos formado. Y casi siempre caía alguno. Y eso también se ha extendido por todas las capas de la sociedad… A la iglesia también la he corrompido; pese a su supuesta superioridad moral, incluso los curas se delatan entre ellos. En realidad es parte de la condición humana, ya se hacía en el régimen de Macías, pero yo lo he promovido todavía más. He convertido a este país en un gran barco de ratas delatoras y traicioneras. Y os pido perdón por ello.

Pido perdón especialmente a los jóvenes,  a quienes negué la oportunidad de tener una mejor educación. En casi cuarenta años de mandato no he construido un solo instituto público, pero he construido todos los campamentos militares que se me han ocurrido. No he provisto al país de biblioteca –ni una sola– o centros culturales que merezcan tal nombre. A los profesores los he tratado a patadas y sólo he  promovido a los peores. La Universidad Nacional –que de universidad no tiene más que el nombre– la utilizo para adoctrinar a los chavales; de modo que acaben siendo tontos útiles para mi régimen. Eugenio Nsé Obiang, mi actual Ministro de Educación, es un claro ejemplo. Me he encargado de asesinar, encarcelar o exiliar a los mejor dotados intelectualmente, sobre todo a los que nunca pude sumar a mi causa. Y los intelectuales de pandereta que quedaron los convertí en mis lacayos. Anacleto Oló Mibuy, que me escribe los discursos, es el ejemplo. Entre familiares, amigos y colaboradores, procuré siempre rodearme de los más ineptos, mediocres y estúpidos. No quise he promover la meritocracia. Siempre supe que es mucho más difícil manipular a ciudadanos cultos, lúcidos, críticos y conscientes de sus deberes y derechos; en cambio, resulta fácil manipular a súbditos dóciles, sumisos y acríticos. Por eso no quise nunca promover la educación y la cultura. Los prefiero tontos y domesticados, como Lucas Nguema Esono.

Procuré mantener la sanidad en el estado más precario posible, para luego convertirlo en un negocio familiar y privado. Lo de los servicios básicos es una verdadera vergüenza. En cuarenta años he sido incapaz de proveer, regularmente, de luz eléctrica y agua potable, al menos en Malabo y Bata. Ese simple hecho define mis intenciones. La verdad es que nunca quise hacerlo mejor. Jamás, en cuarenta años, he tomado una sola decisión pensando en beneficiar al pueblo guineano. Y si alguna vez lo he hecho, ha sido con la sola intención de distraer vuestra atención. De callar alguna que otra boca o de justificarme ante las críticas que me hacían allende nuestras fronteras. Nunca por el pueblo; porque en realidad el pueblo, la patria, sólo eran mi familia y algún amigo. Todos los demás sólo eráis piezas prescindibles en mi tablero. Siento decirlo así, pero es la verdad. Y os pido, por ello, mil perdones… Bueno, a estas alturas ya os habréis enterado todos de la última. A Yahya Jammeh, ex dictador de Gambia, le he concedido asilo político en el país que tengo por propiedad. No os creáis que lo pensé mucho. Fue una ocurrencia. Otra muestra más de que siempre me habéis importado una mierda. Y por eso también presento mis disculpas.

Sin menoscabo de todo lo anterior, debo decir en mi defensa, que sé he que soy un hijo de puta; pero soy vuestro hijo de puta. Vosotros, en buena medida, hicisteis posible al dictador que fui; al dictador que soy… Quiero decir con esto que vosotros, como pueblo, tampoco habéis puesto demasiados impedimentos a mi régimen. Alguna vez he llegado a pensar que realmente apreciáis mi forma de gobernaros. Por la sinceridad que veía en vuestros aplausos; por vuestra concurrencia masiva a mis actos públicos; por los opositores que luego cambiaron de bando; por cómo la iglesia se plegó ante mi; porque mis súbitos apenas protestaron; por cómo me trató la prensa siempre: ni una crítica, ni un reproche… Por todos los cargos honoríficos y los calificativos que me habéis dedicado: el mejor hombre, árbitro y moderador, artífice, primer magistrado, primer deportista, padre de la nación… «Persona elevada en dignidad» llegó a decir el periodista llamado Luis Ndong Owono, refiriéndose a mí… Por todo eso llegué a pensar que yo os gustaba como líder. Pero veo que no.

Tened claro que vuestros futuros dirigentes serán lo que vosotros les permitáis que sean y harán lo que les permitáis que hagan. Pues los políticos no son sino la manifestación pública del pueblo al que representan… Hasta no demostréis lo contrario, yo no soy muy distinto a vosotros. Recordadlo siempre.

Somewhere in South Africa

Sir Lucky Dube

¡One Love!

P.D.: Me llamo Teodoro Obiang, y soy el hijo de la gran puta que por casi cuarenta años ha tenido a este país cogido por los huevos. Por medio de la presente, me disculpo, dimito y me voy. ¡Suerte con el siguiente!

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Un comentario

  1. ¡SIN NINGUNA DUDA, «EL MEJOR CONSEJO,» CON DIFERENCIA, EL QUE LE «HAN DADO» a Teodoro Obiang Nguema

    LE CONVIENE E INTERESA A ESTE HOMBRE MIRARSE EN «ESTE ESPEJO» y asumir su subconsciencia, ya que el grado real de la conciencia no alcanzará

    Luego al pueblo:

    «Sin menoscabo de todo lo anterior, debo decir en mi defensa, que sé he que soy un hijo de puta; pero soy vuestro hijo de puta. Vosotros, en buena medida, hicisteis posible al dictador que fui; al dictador que soy… Quiero decir con esto que vosotros, como pueblo, tampoco habéis puesto demasiados impedimentos a mi régimen. Alguna vez he llegado a pensar que realmente apreciáis mi forma de gobernaros. Por la sinceridad que veía en vuestros aplausos; por vuestra concurrencia masiva a mis actos públicos; por los opositores que luego cambiaron de bando; por cómo la iglesia se plegó ante mi; porque mis súbitos apenas protestaron; por cómo me trató la prensa siempre: ni una crítica, ni un reproche… Por todos los cargos honoríficos y los calificativos que me habéis dedicado: el mejor hombre, árbitro y moderador, artífice, primer magistrado, primer deportista, padre de la nación… «Persona elevada en dignidad» llegó a decir el periodista llamado Luis Ndong Owono, refiriéndose a mí… Por todo eso llegué a pensar que yo os gustaba como líder. Pero veo que no».

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