El tiempo no lo cura todo

 

Sir Lucky Dube,CIUDADANO Y COMUNICADOR

“Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre.” —John R. Dos Passos.

Exilio, febrero de 2018

¡Qué hay de nuevo, viejo amigo! ¿Cómo te encuentras? Llevo tiempo con ganas de escribirte. Hace siglos que no hablamos y que no nos vemos, así que disculpa la confianza con la que te escribo; no es falta de educación o de formalidad, es simplemente que siento que le hablo a un hermano. Vivo en la calle Melancolía de una ciudad costera; el mar me recuerda a la tierra mía. Son las dos de la mañana, es noche cerrada, y tras mi ventana el barrio duerme tranquilo,  mientras mi ‘yo’ nostálgico te cuenta cómo pinta todo a este lado del Atlántico.

Creo que la ansiedad proviene de tener el cuerpo en un sitio y la mente en otro. En efecto, es así como me siento: el tronco aquí; y en el hogar lejano, la mente, los sueños y las ilusiones. La sensación es la de estar siempre de prestado, de no tener nada tuyo, de no ser de ningún sitio. Se sobrelleva con recuerdos y con la esperanza de volver un día. En lo personal hay poco que contar. Vivo con lo puesto, trabajo en lo que me dejan, y cuando este mundo me parece un basurero, cuando me superan la cólera y el asco, y me entran ganas de mandarlo todo a hacer puñetas, busco consuelo y consejo en mi biblioteca. La vida aquí es muy jodida. Algunos políticos rentabilizan el miedo a lo desconocido con una narrativa que hace del forastero un enemigo, el efecto inevitable es el repunte de nacionalismos egoístas que convierten al sin patria en un molesto huésped que para sobrevivir debe hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre. Todo se agrava al constatar que somos los peones de la partida de ajedrez que es este mundo, la parte prescindible de un juego en el que gobiernos cínicos y élites económicas juegan con cartas marcadas. Abren las puertas al petróleo y al coltán africanos, pero las cierran cuando quien viene es un condenado de la tierra, que diría Fanon. Es el hombre devorando al hombre merced a un capitalismo exclusivo y excluyente que produce sociedades con humanos que carecen de humanidad. Sin embargo, amigo mío, seguimos peleando… maltrechos y derrotados, pero nunca vencidos.

¿Y qué decir de Guinea? Ese país tan nuestro y tan ajeno. Ojalá puedas contarme lo que me impide ver la distancia. A veces me acusan –y a veces me acuso– de destacar sólo lo malo, de criticar demasiado, de no ver lo bueno. Pero no veo nada bueno en que Obiang y su dictadura sigan, cual feliz matrimonio, esperando a que la muerte los separe. Mientras tanto, su gente saquea, oprime y asesina; y mientras tanto, el pueblo traga, sufre y aplaude. Algo cambiará cuando entendamos que ninguna tiranía dura cuarenta años sin la complicidad del pueblo. Me pregunto, en palabras de Gil de Biedma, «…si no es el nuestro el país de todos los demonios, donde el mal gobierno y la pobreza no son, sin más, pobreza y mal gobierno, sino un estado místico del hombre…» Pienso a veces en otra Guinea, en otra posible; donde la traición no sea un negocio y los hombres no se vendan por menos de nada; donde ser valiente no salga tan caro y ser cobarde no valga la pena; donde los exilios sean para hacer turismo y los insilios para meditar; donde la estupidez no sea norma sino excepción; donde los niños sean futuro, los jóvenes trabajen y los más viejos del lugar sean fuente de sabiduría; donde tu herida se encuentre con la mía, y el dolor que nos une pese más que la tribu que nos separa… Una Guinea donde las mujeres sean la otra mitad del cielo.

Te deseo, amigo mío, mucha salud y alguna alegría. Espero recibir noticias tuyas. ¡Un abrazo!

Insilio, marzo de 2018

Antes que nada, viejo amigo, gracias por las líneas. En un lugar donde escasean las buenas noticias, fue una buena noticia el tener noticias tuyas. Me alegró mucho saber que conservas recuerdos, aunque te fuiste del barrio pero aún lo llevas dentro. Sigo viviendo donde siempre, donde me dejaste. Una vez pensé en marcharme pero el corazón me pudo; este es mi barrio, aquí crecí y aquí me quedo. En los arrabales donde malvivimos el tiempo pasa, pero los días se repiten. Algunos vecinos son los de toda la vida, hay gente nueva venida de zonas rurales y hermanos africanos que creyeron que nuestro infierno era mejor que el suyo. A veces me doy una vuelta por el barrio y, cuando observo a los chavales sintiendo que el mundo es suyo y creyéndose astutos al descubrir las mismas tretas que nosotros a su edad, no puedo evitar que por mi boca asome la sonrisa irónica de quién cuenta por cientos las arrugas en su cara, los libros en su mochila y los recuerdos, y los fantasmas, y los remordimientos en su memoria. Les observo, como digo, y asiento con la cabeza al tiempo que pienso en cuánta razón tenía Rilke cuando afirmaba que «la verdadera patria del hombre es la infancia…» Pero luego, al cabo de un rato, la sonrisa se me borra al pensar en el presente en el que ellos todavía no reparan y, sobre todo, en el futuro que les estamos negando ahora; en el desastre de país que vamos a legarles. Y entonces me siento culpable, y triste, y fracasado… y cobarde.

De esta dictadura sobran motivos para marcharse, pero también hay razones para quedarse: el arraigo a la tierra, el miedo a dejar el único entorno conocido, la falta de recursos para viajar, las cargas familiares, etc. Los que vivimos aquí sobrellevamos la situación política mirando hacia otro lado, viviendo de espaldas a la realidad. Obiang y su gente nos mean en la cara y nosotros fingimos que no es orina sino lluvia. Pero la realidad es que el país está destrozado. La crisis económica ha incrementado el paro, la miseria y la precariedad. Como en los años ‘80 y ‘90, vuelve a haber niños sin escolarizar, faltos de alimentación y atención médica; la ingesta de alcohol y drogas, y la promiscuidad, en jóvenes y adultos, están en máximos históricos; crimen y delincuencia alcanzan niveles nunca vistos. Pero lo peor es  la sucesión de muertes inexplicables, sobre todo en gente joven. Prácticamente cada semana muere un chaval de menos 45 años. Es realmente descorazonador.

De tu carta se deduce que lo propio del exilio es la nostalgia, en el caso del insilio el silencio es la constante. El silencio en las dictaduras es una suerte de enajenación mental no transitoria que sufren los insiliados, y que mezcla miedos con necesidades. Aquí la gente calla su miedo por miedo a represalias. Callamos por miedo a la sospecha de parecer sospechosos disidentes. Callamos incluso cuando hablamos, porque nadie dice lo que realmente piensa, o siente, o vive. Callamos porque otros callan, ya que, curiosamente, ese silencio colectivo nos hace sentir parte de algo; de algo malo, pero de algo al fin. Callamos porque nos han convencido de que aunque cada vez tengamos menos, al menos tenemos algo; y si dejamos de callar pasaremos a no tener nada. También hay quien calla por afinidad al régimen. Es mentira que todo el pueblo abomine de la dictadura. En este país hay mucha gente alineada al régimen con entusiasmo; después de cuarenta años es lógico que Obiang haya fidelizado a su clientela. A tal punto tiene fidelizados a algunos que no es raro encontrarse a verdaderos pobres de solemnidad hablando maravillas del estado de bienestar del que ‘disfrutan’ gracias a Obiang.

Tengo la esperanza de que el silencio del insiliado sea, aparte de miedo, una metáfora de su rabia y su hartazgo. Quiero creer que los errores del propio régimen y la situación de extrema necesidad del país acaben germinando en algún tipo de cambio positivo… Después de leer tu carta, y al contrastarla con la realidad, he entendido que mientras los que estáis fuera añoráis la tierra que dejasteis, muchos aquí darían lo que fuera por marcharse; una doble realidad que revela, en el fondo, que el insilio es una manera de irse y el exilio una forma de quedarse. Quiero creer en algún tipo de encuentro entre exiliados e insiliados. La tozuda realidad hace que parezca imposible, pero yo quiero pensar que no está todo perdido. Quiero ver algo de cielo desde este infierno.

Muchas gracias por la carta y por dejarme ser testigo de tu historia al otro lado. Me despido, viejo amigo.

 

Somewhere in South Africa

Sir Lucky Dube

¡One Love!

 

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