Por Omar López Montenegro (director de Derechos Humanos de la Fundación Nacional Cubano Americana)
La nación cubana se encuentra en un franco proceso de fragmentación. En los últimos años, los flujos migratorios cubanos se han incrementado sustancialmente, abarcando lugares tan distantes y dispares como Armenia, Guyana o Alaska. Según cifras oficiales del Servicio de Guardacostas de Estados Unidos, sólo en el año fiscal 2016, que concluyó el 30 de septiembre, fueron interceptados 7441 cubanos en alta mar tratando de arribar a costas norteamericanas. Otros miles de cubanos deambulan por Centroamérica y Sudamérica; y a día de hoy, más de 400 acampan a la intemperie en Nuevo Laredo, en la frontera entre México y Estados Unidos, con la ilusión de poder entrar en territorio estadounidense.
La dictadura castrista culpa falsamente de esta situación a circunstancias externas como las leyes norteamericanas, que incluyen la Ley de Ajuste Cubano y que hasta hace poco incluyeron el decreto conocido como “Pies Secos, Pies Mojados”. En realidad, el leitmotiv para esta emigración hay que buscarlo dentro de la Isla, en la relación pueblo-castrismo. La emigración es la punta del iceberg, la consecuencia más visible de un ejercicio de poder basado en el menosprecio de los nacionales frente a los extranjeros.
Esta realidad puede ser demostrada con hechos y cifras. Desde la imposición de una constitución con referencias a una potencia extranjera (la Unión Soviética) hasta la implantación de un apartheid que desprecia lo nacional y exalta lo extranjero de forma irreal, el castrismo ha relegado a los cubanos a la condición de parias en su propia tierra. Lejos de disminuir, esta situación se ha exacerbado con las “reformas” raulistas, dirigidas a crear polos de riqueza para la cúpula de poder y sus aliados foráneos, condenando a los cubanos a una economía de supervivencia en un pseudo-mercado informal.
Bajo estas condiciones, las alternativas son simples: la corrupción o el escape. El último informe de la Contraloría General de la República —presentado por la contralora jefa en la capital, Miriam Marbán González— advierte de la pérdida de unos 1378 millones de pesos cubanos, como resultado de la corrupción. Al mismo tiempo, el director de política de ingresos del Ministerio de Finanzas y Precios, Vladimir Regueiro, anunció un nuevo impuesto a los empleados que perciben ingresos a partir de 1500 pesos cubanos (62,5 USD). Sólo los trabajadores contratados por las empresas extranjeras establecidas en la Zona Especial de Desarrollo Mariel están exentos de dicha contribución. De esta manera, se refuerza la discriminación contra los cubanos en función de su cercanía al poder o a las divisas extranjeras.
Las dinámicas políticas, sociales y económicas fluyen en un círculo vicioso. El raulismo necesita de una corrupción controlada como forma de asignar cuotas de poder. Pero esta corrupción genera, a su vez, ineficiencia y miseria; y la miseria lleva a que la gente escape del país. Esto conduce al punto de partida, a la necesidad de tomar uno de los dos caminos: corrupción o escape. Es una profecía que se cumple a si misma.
Las supuestas reformas en Cuba resultan virtuales, material de un país que sólo vive en las redes sociales o en las campañas mediáticas de la dictadura y sus compañeros de viaje. Las cifras no engañan: los llamados “lineamientos” (nótese que el castrismo nunca emplea el término “reformas”), lejos de aumentar las esperanzas de nuestro pueblo lo que aumenta son los números y la extensión de la emigración cubana. En este sentido, el actual gobierno es el más antinacionalista que ha tenido Cuba en toda su existencia como nación.
Como dijo nuestro héroe independentista José Martí: “Cuando un pueblo emigra, los gobernantes sobran.”
Este artículo se publica como parte de la campaña “Mi Denuncia Semanal a la Dictadura Castrista”, promovida por la UNPACU (Santiago de Cuba) y el Foro América Unida (Santiago de Chile) con el fin de crear consciencia sobre la situación del pueblo cubano en todo el mundo.