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Un apagón apocalíptico en la península Ibérica, nos devuelve a la edad media

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Por José Eugenio Nsue

EL HOMBRE NO APRENDE.

Cantábamos en el seminario: «Hombre, ¿por quién trabajas tú? Hombre, ¿por quién te afanas tú? Solo Dios es tu Señor.» Esta canción es la que me vino a la mente este pasado lunes cuando, desde la cama del hospital José Molina Orosa de Lanzarote donde me recuperaba de una intervención quirúrgica sobrevenida, veía cómo en décimas de segundos toda España se paralizaba literalmente por un aparatoso apagón. Como en una película de terror, la España peninsular se paralizaba, dejaban de circular los trenes, metros, semáforos, ascensores, las puertas y ventanas eléctricas y los teléfonos; los supermercados, las tiendas y el resto de los comercios, así como las viviendas, se quedaban a oscuras, el Internet, el WhatsApp, los teléfonos y todos los dispositivos electrónicos y digitales, dejaron de funcionar, las pérdidas fueron de miles de millones de euros. La era digital, informática y tecnológica tantas veces venerada y considerada la puerta única por la cual había que atravesar si se quiere vivir en la posmodernidad, dejó abandonada a los españoles y portugueses; el apagón en el sur de Francia, fue anecdótica, según cuentan; nada más producirse, se activaron las Centrales nucleares y se recompuso la energía en un periquete. Así quedó demostrado lo vulnerables que somos los humanos.

Por primera vez desde hacía tiempo, millones de europeos (españoles y portugueses) conocieron lo que era la oscuridad, bajar las escaleras desde el piso 40, 30, 20 ó 10, no poder ir al baño ni beber el agua de grifo, preparar la comida o calentar la cena los que cocinaban con vitrocerámicas; se vieron pobres teniendo dinero en el banco ya que no podían pagar, comprar o sacar dinero en los cajeros, cientos de miles de personas deambulando por las calles oscuras, caminando entre los raíles o durmiendo a la intemperie, en los aeropuertos, polideportivos y estaciones de guagua y ferrocarriles…, imágenes que pensábamos propias de Venezuela, Cuba o África.

No es la primera vez que la Madre Naturaleza nos habla, nos envía señales y nos advierte para que nos demos cuenta los humanos que ni somos los dueños ni los hacedores de este planeta, somos simples moradores que vivimos como inquilinos, sin embargo no queremos despertarnos, seguimos viviendo como si nada.

Si tomamos como referencia España, en lo que va de este siglo XXI, además del terremoto de Lorca (Murcia, 2011), ha habido más fenómenos anómalos, imprevisibles e incontrolables: la Pandemia del Covid-19 (2020), el volcán de La Palma (islas Canarias, 2021), muchísimas borrascas destructivas como Filomena (2021) y la Dana (Valencia, Andalucía y Castilla la Mancha, 2024), etc, etc. Todos esos fenómenos o accidentes naturales nos advierten de una realidad: tan mucho que nos afanemos y nos creamos que somos (las personas) el ombligo del mundo, que todo lo podemos, todo nos está permitido, somos semidioses, algunos más que otros; que podamos manipular el entorno, utilizar y someter a los demás (el Superhombre, Übermensch, Nietzsche), creernos seres invencibles, superiores e indestructibles; no dejamos de ser finitos y vulnerables.

Pensábamos que con la Pandemia del Covid-19, el hombre había aprendido definitivamente que «Vanitas vanitatum omnia vanitas» ( Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Eclesiastés, 1, 2) por lo que deberíamos aceptar la realidad de que tan fuertes, poderosos, instruidos, guapos, ricos o sanos que seamos; por vivir en un palacete, mansión, villa, piso, apartamento, cabaña o chabola; por haber nacido en Oklahoma, Nagasaki, Hangzhou, Guanajuato, Aviñón, Covadonga, Melbourne, Ibadan, Yamusukro o en Mbalangun; por ser blanco, rubio, negro, amarillo o cobrizo; el hecho de ser un hombre o una mujer…, vamos a detener el tiempo o evitar la muerte cuando la Naturaleza haya dictado su sentencia o el Hacedor hablado; por lo tanto, ¿por qué tanta bravuconada, tanta soberbia, tanta prepotencia, tanta avaricia, tanta inquina? ¿Por qué tanto egoísmo, tanto afán de protagonismo, de dominar, amasar, poseer, acaparar…?

Como se pudo ver el lunes a mediodía en la España peninsular, todos aquellos que viajaban en los trenes, metros o tranvías, de repente quedaron parados; los que subían o bajaban por los ascensores, quedaron atrapados; los que habían salido a hacer recados, no podían regresar a casa en sus vehículos porque se colapsaron las calles y carreteras, los que seguían en sus casas listos para ir a trabajar, no pudieron, tampoco los que tenían aún sus cazuelas en el fuego, pudieron terminar sus guisos; en los hospitales, los quirófanos, las consultas y las pruebas funcionales se paralizaron, menos mal que los hospitales españoles cuentan con regeneradores de luz que saltan automáticamente en caso de un apagón inesperado por eso no se tuvo que lamentar pérdidas humanas en los quirófanos; los médicos no podían recetar ni las farmacias dispensar medicamentos porque no funcionaban los ordenadores; las familias no podían comunicarse ni los trabajadores con sus lugares de trabajo, las líneas telefónicas también se cayeron. En un instante, la vida cambió para todos.

La vida por lo tanto es un gran enigma que nadie sabe exactamente qué es, por qué la tenemos y hasta cuándo la tendremos entonces, no hay razones ni puede haber motivos que justifiquen su abuso, ofensa o aniquilación. No se explica ni se entiende cómo las personas, el hombre es incapaz de reconocer que al final de nuestras vidas nos examinarán del amor, si al hermano di la mano, al hambriento y necesitado el pan, y si al forastero acogí. Qué bueno sería si trabajáramos en esta vida para que a la hora de nuestra partida que a todos nos llega, vayamos con la conciencia tranquila de no haber hecho daño ni mal a nadie, haber dejado huellas imborrables del bien que hemos ido sembrando, el amor y la justicia que hemos practicado.

De la misma forma que un apagón paralizó todo un país causando pérdidas millonarias y muertes (se habla de 5); una negligencia médica, un accidente automovilístico, marítimo o aéreo, te puede mandar al otro barrio en décimas de segundos sin tener en cuenta las circunstancias personales ni las posesiones por lo que: no merece la pena odiar, agredir, pelearse, presumir, pavonearse, engreir, ni mucho menos matar. La dependencia material de las personas, nos ha despojado la condición de humanos y anulado la conciencia que nos debería recordar lo pequeñez que es el ser humano cuando margina a Dios y se cree el centro, dueño y señor del universo.

El día que veáis una caravana de camiones llenos de maletas de riquezas, poder, orgullo y soberbia atesorados a lo largo de nuestras vidas acompañando nuestros féretros dirección al cementerio para ser enterrada junto con nosotros, ese día la soberbia, la prepotencia, los asesinatos y la acumulación de riquezas, fama y el poder, tendrían la razón de ser; hasta entonces, seamos conscientes de que no llevaremos nada de lo mundano con nosotros al final de nuestros días. No merece la pena hacer el mal.

Así lo pienso y así lo digo; ¿qué os parece?

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