El aire en la sala de juicios estaba cargado de tensión, pero también de una extraña expectación. Era el día esperado para muchos: el juicio de Ruslan Obiang Nsue, hijo del dictador de Guinea Ecuatorial. La jornada prometía ser un reflejo de la realidad que vive el país, donde la verdad y la mentira se entrelazan en una danza confusa y peligrosa.
Desde el principio, el espectáculo fue desconcertante. La cobertura mediática del juicio dejó claro que, en ese país, la prensa es más una herramienta de propaganda que un medio de información. Mientras los noticieros televisivos decían una cosa, los diarios digitales contaban otra historia, como si estuvieran hablando de eventos diferentes. Es un juego peligroso que solo sirve para incrementar la desconfianza de un pueblo que ya no sabe en quién confiar.
El juicio en sí fue un desfile de incongruencias y sorpresas. La defensa de Ruslan Obiang Nsue, liderada por un equipo de abogados que se mostró implacable, demostró una superioridad abrumadora sobre el Ministerio Fiscal. El fiscal, visiblemente nervioso, pareció perderse en la maraña de instrucciones recibidas, sin lograr encontrar un equilibrio entre su profesionalismo y las presiones externas. Fue un espectáculo lamentable, una muestra de mediocridad que dejó a todos los presentes atónitos.
Uno de los momentos más impactantes del juicio ocurrió cuando la defensa de Ruslán, con astucia, cuestionó la legalidad de las acusaciones de corrupción. Argumentaron que, si bien la corrupción era un tema candente, en un juicio anterior en París( el juicio de los bienes mal adquiridos), los propios abogados del Estado habían declarado que la corrupción no era un delito en Guinea Ecuatorial. Además, señalaron que los hechos en cuestión ocurrieron en 2020, antes de que la ley anticorrupción fuera promulgada en 2021. Estos argumentos dejaron a la fiscalía sin palabras, y al público, con más preguntas que respuestas.
Otro punto de inflexión se dio cuando se debatió el rol del Consejo de Administración de las empresas paraestatales. La defensa presentó pruebas contundentes de que la venta de un avión, calificado como «chatarra», había sido decidida para salvar a la compañía Ceiba Intercontinental de un inminente colapso financiero. Pero fue la explicación de Ruslan Obiang Nsue sobre el ingreso de un cheque de 125.000€ en su cuenta personal lo que realmente sacudió la sala. Afirmó que, ante el embargo de las cuentas de la empresa en Madrid, no tuvo otra opción que usar su cuenta personal para pagar a los proveedores y evitar una crisis aún mayor. Mostró extractos bancarios que confirmaban sus palabras, y aunque la fiscalía intentó poner en duda sus motivos, las pruebas hablaban por sí solas.
El juicio, que había comenzado como una oportunidad para desvelar la verdad, terminó siendo un triste espectáculo de mediocridad. La frustración del fiscal quedó patente cuando, al finalizar la sesión, se enzarzó en una acalorada discusión con la defensa en el pasillo. Fue una escena que reflejaba no solo la falta de coherencia en el caso, sino también la desesperación de un sistema judicial que parece desmoronarse bajo el peso de su propia incompetencia.
La prensa del régimen, una vez más, distorsionó los hechos. Los informes publicados no reflejaron la contundente defensa de Obiang Nsue ni la humillación del fiscal, sino que prefirieron construir un relato más acorde con los intereses del poder.
Los que estuvieron en el juicio saben que lo que realmente ocurrió fue una farsa en la que la verdad fue sacrificada en el altar de la propaganda. Así, la verdad quedó enterrada bajo capas de mentiras y manipulación, dejando al país sumido en una confusión que solo puede llevar a más desconfianza y, eventualmente, a su propia ruina.