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Trump y los Obiang, la trama discreta de un idilio que empieza a oler a interés

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Las informaciones que circulan desde hace días en distintos medios internacionales, y que Jeune Afrique ha desarrollado con nuevos detalles, apuntan a un acercamiento entre Donald Trump y la familia Obiang. Y no estamos ante una simple anécdota diplomática: es la confirmación de que ciertos vínculos, cuando convienen, resurgen con una facilidad inquietante. No por afinidad ideológica, ni Trump es amigo de las democracias africanas, ni la familia Obiang cree en las libertades, sino porque ambos comparten un principio básico: en política internacional no existen los amigos, solo los intereses que coinciden.

El artículo del medio francés describe esta nueva fase como un “idilio”. Pero lo que realmente vemos es la repetición de un patrón antiguo: un líder estadounidense que busca reposicionarse en África y un régimen autoritario que necesita legitimidad externa para contener el desgaste interno, justificar su continuidad y demostrar a su círculo cercano que “todavía tiene aliados”.

Las relaciones entre Estados Unidos y el régimen de Teodoro Obiang nunca han sido lineales. En los años 90, Washington observaba de lejos a Guinea Ecuatorial, pero todo cambió cuando se confirmó el potencial petrolero del Golfo de Guinea. Con la llegada del petróleo, empresas estadounidenses como ExxonMobil y Marathon entraron en escena, y la diplomacia norteamericana adoptó un tono más pragmático: condenas suaves sobre derechos humanos y una tolerancia casi absoluta hacia la corrupción, siempre que los intereses energéticos estuvieran garantizados. Incluso durante los mandatos de Bush y Obama, la postura fue la misma: críticas formales, cooperación silenciosa y una relación diseñada para no incomodar a un socio considerado “estable” en una región volátil. Este patrón histórico explica por qué ahora, con Trump buscando recuperar terreno en África y el régimen Obiang necesitando legitimidad externa, ambas partes vuelven a reencontrarse sin dificultad: la historia ya les ha enseñado a trabajar juntos sin hacerse demasiadas preguntas.

Estados Unidos, y Trump en particular, nunca ha tenido reparos en tender la mano a gobiernos señalados por la corrupción cuando la ecuación geoestratégica lo hacía rentable. Guinea Ecuatorial no es la excepción: su posición en el Golfo de Guinea, sus reservas energéticas y la facilidad con la que el régimen firma acuerdos sin control institucional lo convierten en un socio cómodo para cualquier dirigente que piense en beneficios rápidos. Trump lo sabe, y Malabo también.

Pero esta vez la historia llega con matices. Guinea Ecuatorial vive un momento de incertidumbre silenciosa: tensiones internas, nerviosismo dentro de la élite gobernante, señales de fragilidad económica y un vicepresidente que arrastra escándalos internacionales como quien colecciona postales. En ese escenario, para la familia Obiang, una foto, un saludo o un simple intercambio de mensajes con Washington vale más que cualquier discurso oficial. Y si quien ofrece ese gesto es Trump, capaz de mirar hacia otro lado ante violaciones de derechos humanos si hay intereses de por medio, el valor simbólico se multiplica.

Desde la perspectiva estadounidense, la jugada también tiene motivos claros. África vuelve a ser un tablero de disputa geopolítica: China invierte, Rusia despliega seguridad, Turquía amplía influencia, y Estados Unidos intenta recuperar terreno perdido. Para el trumpismo, que desprecia la diplomacia tradicional, negociar con regímenes autoritarios no es un dilema moral: es una operación funcional.

Mientras tanto, dentro del país la realidad para el ciudadano de a pie sigue intacta. Las instituciones continúan siendo extensiones familiares, la corrupción es el sistema circulatorio del Estado y la población tiene que sobrevivir como puede. Que Trump y los Obiang conversen, se sonrían o intercambien emisarios no cambia nada en los hospitales sin material, ni en las barreras ilegales donde se extorsiona a los viajeros, ni en los colegios abandonados o el desempleo estructural.

Este idilio no es un capítulo diplomático más. Es el recordatorio de cómo se sostienen los regímenes autoritarios: alianzas silenciosas, conveniencias mutuas y mucho cálculo. Una mesa donde el pueblo nunca tiene asiento.

Si los Obiang buscan refugio en Trump, es por supervivencia. Y si Trump les tiende la mano, es por utilidad. Entre ambos movimientos, Guinea Ecuatorial vuelve a convertirse en moneda de cambio. Y como siempre, el pueblo queda fuera de las decisiones que determinan su destino.

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